Su existencia transcurría tan sólo a través del obturador de la cámara. Ignacio era uno de esos que veían a la vida bailar delante suyo, ahí nomás, siempre radiante, siempre con otro, como las chicas de quince, o las novias, que fotografiaba usualmente para rejuntarse un sueldo.
Sin embargo, desde hacía un tiempo, su trabajo le resultaba insoportable. Si bien todavía le gustaba ver a la gente bailar -marcando los pasos de esa coreografía de mundos internos que se cruzan, de vidas que se tocan y se apartan-, el ardor en su estómago crecía a medida que acumulaba más y más caras felices-de-fiesta en la retina de su cámara.
Tres y media de la tarde. El cielo gris. En una calle, Ignacio buscaba el número 705, piso primero. Tocó el timbre y un antiguo compañero de clases le abrió. El loft que hacía las veces de vivienda y estudio de Esteban era impactante. La imaginación de Nacho no pudo evitar comparar su vida con la de Esteban: ciento veinte metros cuadrados no alcanzaban para contener todos los rayos de sol, equipos de última generación y restos de noche que formaban parte del universo con epicentro en la calle Darwin, mientras que apenas veinte centímetros cúbicos alcanzaban para los ojos de Ignacio.
Aparentemente, sacar fotos para las revistas para hombres es una pavada; y si tenés buenos contactos, podés ganar buena plata, le aseguró Esteban a Nacho, señalando a su alrededor por toda prueba. De todas formas, Ignacio estaba nervioso, la única vez que había fotografiado a una mujer desconocida completamente desnuda había sido en una clase de retratos artísticos. Y la única mujer cercana (íntima) que se había atrevido a desinhibirse por completo frente a su ojo artificial había sido Paula.
Esteban lo calmó un poco recordándole que esto era una prueba sin ningún tipo de compromiso. Él haría las fotos pedidas por el cliente -primero-, para que viera como se trabajaba en ese ambiente, y -después- Nacho podría hacer las tomas que le surgieran en el momento. Además, le aclaró que lo había llamado porque vos, tenés talento, flaco y que no se hiciera tanto rollo, que estas chicas, tímidas, no son. Le alcanzó una cerveza y Nacho sujetó el porrón, lo acercó a sus labios, pero no bebió.
Alrededor de las cuatro, llegaron la modelo y su manager. Para Nacho, la única diferencia entre ellos era que, ese hombre con aire de jugador empedernido de ruleta lo ignoró sutilmente, mientras que la chica con aire de conductora de programa nocturno de venta telefónica lo ignoró plenamente. Él no existía para ella.
Aunque, quizá, fue lo mejor; gracias a eso Ignacio pudo compenetrarse con su instrumento sin ningún tipo de nerviosismo: era el ojo que todo lo ve sin ser notado, se sentía el panóptico absoluto, la mirada de un ángel que espía a una Eva en su paraíso y captura el momento iniciático de una concatenación de tentaciones realizadas, una instantánea del pecado original de Agustina... que mordía, ahora, una manzana saboreada dulcemente, con la boa al cuello todavía, ignorante de todo a su alrededor.
Sin embargo, desde hacía un tiempo, su trabajo le resultaba insoportable. Si bien todavía le gustaba ver a la gente bailar -marcando los pasos de esa coreografía de mundos internos que se cruzan, de vidas que se tocan y se apartan-, el ardor en su estómago crecía a medida que acumulaba más y más caras felices-de-fiesta en la retina de su cámara.
Tres y media de la tarde. El cielo gris. En una calle, Ignacio buscaba el número 705, piso primero. Tocó el timbre y un antiguo compañero de clases le abrió. El loft que hacía las veces de vivienda y estudio de Esteban era impactante. La imaginación de Nacho no pudo evitar comparar su vida con la de Esteban: ciento veinte metros cuadrados no alcanzaban para contener todos los rayos de sol, equipos de última generación y restos de noche que formaban parte del universo con epicentro en la calle Darwin, mientras que apenas veinte centímetros cúbicos alcanzaban para los ojos de Ignacio.
Aparentemente, sacar fotos para las revistas para hombres es una pavada; y si tenés buenos contactos, podés ganar buena plata, le aseguró Esteban a Nacho, señalando a su alrededor por toda prueba. De todas formas, Ignacio estaba nervioso, la única vez que había fotografiado a una mujer desconocida completamente desnuda había sido en una clase de retratos artísticos. Y la única mujer cercana (íntima) que se había atrevido a desinhibirse por completo frente a su ojo artificial había sido Paula.
Esteban lo calmó un poco recordándole que esto era una prueba sin ningún tipo de compromiso. Él haría las fotos pedidas por el cliente -primero-, para que viera como se trabajaba en ese ambiente, y -después- Nacho podría hacer las tomas que le surgieran en el momento. Además, le aclaró que lo había llamado porque vos, tenés talento, flaco y que no se hiciera tanto rollo, que estas chicas, tímidas, no son. Le alcanzó una cerveza y Nacho sujetó el porrón, lo acercó a sus labios, pero no bebió.
Alrededor de las cuatro, llegaron la modelo y su manager. Para Nacho, la única diferencia entre ellos era que, ese hombre con aire de jugador empedernido de ruleta lo ignoró sutilmente, mientras que la chica con aire de conductora de programa nocturno de venta telefónica lo ignoró plenamente. Él no existía para ella.
Aunque, quizá, fue lo mejor; gracias a eso Ignacio pudo compenetrarse con su instrumento sin ningún tipo de nerviosismo: era el ojo que todo lo ve sin ser notado, se sentía el panóptico absoluto, la mirada de un ángel que espía a una Eva en su paraíso y captura el momento iniciático de una concatenación de tentaciones realizadas, una instantánea del pecado original de Agustina... que mordía, ahora, una manzana saboreada dulcemente, con la boa al cuello todavía, ignorante de todo a su alrededor.
Mi nombre ya es una mirada.
1 comentario:
¡Vamos Esteban todavía, carajo!
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