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jueves, 19 de febrero de 2009

Ojos de vacaciones




Dos pares de ojotas, dos mallas, dos remeras y dos gorras. El papá no pudo dejar de cargar, además, con sus lentes de sol y su reloj. Una pelota, una reposera, palita y baldecito. El protector solar seguramente lo traen puesto desde el hotel.

Caminan rápido, pero sin ansiedad, como quienes tienen el cuerpo lleno de energía. Eligen un lugar cercano al límite hasta donde el agua se arrastra. Acomodan sus cosas y se sientan. Enseguida se enfrascan en la construcción. Cavan. Buscan agua. Vacían el balde. Agua otra vez. Moldean. Al cabo de un buen rato, se miran cómplices. Y sonríen satisfechos. El castillo de arena se yergue casi terminado, coronando la tarde compartida casi perfecta. No hay cámara de fotos. Pero, no la necesitan.

Y es en ese preciso instante de felicidad padre-hijo cuando la pelota se desvía. Un zurdito habilidoso, a unos pocos metros, había concretado un remate demasiado fuerte al arco improvisado con dos ojotas. El arquero se queda sin reacción. Y la pelota, entonces, sepulta la maravillosa arquitectura del castillo bajo su peso.

El niño rompe en llanto. Uno de esos llantos que cortan la respiración del que llora y revientan los tímpanos ajenos. El papá le promete un helado. Un helado bien grande de esos que manchan la cara y la ropa. El niño deja de llorar.

Cargan con sus cosas y se van como vinieron. Casi como vinieron. Caminan rápido, pero -esta vez- con un poco de ansiedad.

Eso es la playa.