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lunes, 21 de marzo de 2011

Revelación


Creo que, en el fondo, nunca voy a poder entregarme del todo a la escritura. Porque retengo las palabras, las quiero para mí. Todas ordenaditas, una al lado de otra. Con su significado correspondiente debajo. A veces juego con ellas, las mezclo, les pongo tinta y las plasmo en un gran collage que, cuando se seca, quiere salir volando por la ventana como una bandada de palomas asustada por el ruido de un colectivo. Las palabras vuelan con una gracia natural y un esplendor que difícilmente los humanos nos atrevamos a cederles. Para eso hay que estar dispuesto a abrir la boca, la mano, la cabeza y dejarlas ir... que lleguen hasta otro universo, si es necesario, y verlas cómo sacuden la cola para remontar cada vez más alto, aunque las retinas se quemen y tengamos que buscar ojos nuevos. Es una lástima que yo, a los collages, antes de terminarlos, les haga un agujerito en algún extremo, les pase un piolín y los ate a mi mano. Sin embargo, siempre hay alguno que tira con más fuerza que los demás, rompe el extremo y sale al fin, al mundo que lo espera para darle nuevos significados, apreciaciones que uno nunca podría darle. Y quemar, entonces, nuestros ojos con esa potencia que tiene aquello que, luego de cegarnos, nos permite ver mejor.



Mi nombre ya es meditación.