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domingo, 5 de abril de 2009

Delicias de la vida laboral

Los viernes son, a la semana laboral, lo que el plato permitido es a una dieta: el momento del descontrol que uno ansía disfrutar salvajemente después de pasarse días a apio, zanahoria, agüita, abdominales y que la panza siga tan gigante como el primer día.

Ese día uno puede llegar un poco más tarde al trabajo sin que los compañeros lo señalen como “el malnacido que llega cuando se le antoja y yo hace quince minutos que ya estoy trabajando”. Así, uno va casual a la office (por no decir que se pone la misma ropa con la que salió de levante la noche anterior), rompe con el ritual del mate cocido con galletitas por desayuno y se cae con un capuchino gigante con alfajores comprados en la esquina (que son el motivo de la llegada tarde y de que ese día uno ni se dé cuenta de que los compañeros lo señalen y lo insulten como “el reventado que llega media hora tarde y encima me enrostra que se va a tomar media hora más para tomarse su desayuno de mierda”). Uno invade, entonces, todo el piso de olor a canela y chocolate, con el oscuro deseo de ser la envidia de todos. Por supuesto, no le convida a nadie. Y hasta se da el lujo de no tomar por completo semejante taza de capuchino y tira en el tacho, en forma evidente, medio alfajor. Y lo hace, no por estar satisfecho, sino porque, los viernes, uno se permite lo que otros días no. Y los demás lo dejan.

Mi nombre ya es maldito.