minombreyaescancion@yahoo.com.ar

viernes, 17 de julio de 2009

El origen de todo

El problema, cuando uno anda con una crisis existencial, es que, una vez que empieza a pensar en el origen y el significado de la vida, pareciera que esas ideas fueran capaces de impregnarlo todo en el desarrollo de su cotidianidad. Es ahí cuando lo absoluto se transforma en un agujero negro que todo lo devora (incluso fagocita los hechos más fundamentales de nuestra vida) y nos encontramos sentados en la oficina a las cuatro de la tarde, preguntándonos: “¿y yo para qué quiero seguir en este trabajo negrero y embolante si total algún día me voy a morir? ¿para eso viene a este mundo? ¿para levantarme todos los días a las ocho menos cuarto de la mañana, trabajar nueve horas y que el día no me alcance para una mierda?”.

Así, nos agarra distraídos un compañero de trabajo que comienza una conversación sobre “Titanes en el Ring”. (Uno ya ni se acuerda a cuento de qué vino todo esto, pero, bueno, al fin y al cabo, para qué quiero saberlo si algún día me voy a morir). Entonces, la conversación nos lleva en un viaje hacia los recuerdos de nuestra infancia. Él nos dice que una vez lo vio perder a Karadajián frente a La Momia en el Luna Park; que volvió con los brazos caídos; que peor fue cuando se dio cuenta de que Piluso no era tan simpático cuando el programa no estaba en el aire.

Es en ese preciso momento cuando el viaje de la memoria (de mi memoria) llega a destino. Y ahí, sí, justo ahí, aparece una de las anécdotas madre de lo que soy, de quien soy.

Cuando tenía cuatro años fui con mi hermano, una amiga y la mamá de mi amiga a ver las grabaciones en exteriores de una de la películas de Mingo y Aníbal (no sé si Contra los fantasmas o En la mansión embrujada), que se hacían a un par de cuadras de lo de mi abuela. En un momento en que pararon la filmación, nos acercamos a Juan Carlos Altavista, que estaba descansando en un auto, y le pedimos unos autógrafos. Él todavía estaba vestido con la ropa característica de su personaje y me preguntó cómo me llamaba. Yo le dije: “María Jimena” y él me preguntaba “¿Shimena?”. “No, Jimena”, le insistía yo. Y así un par de veces. Hasta que me sonrió y me firmó el autógrafo como le habíamos pedido. La madre de mi amiga se moría de risa. Ella se daba cuenta de que yo había mantenido la conversación con Minguito, no con Juan Carlos Altavista. ¡Estuve hablando con el personaje todo el tiempo y ni enterada! Claro, era muy chica para entenderlo. Pero lo curioso es que, a pesar de mi edad, no tuve ningún problema en corregirle la pronunciación de mi nombre. Tenía cuatro años y sabía que mi nombre se escribía con j y que esa letra se pronunciaba de una cierta manera (que nunca hubiera podido ser de otra, para horror de mi universo personal).

En fin, todo este viaje mental al pasado me hizo darme cuenta de que, ya en mi más tierna infancia, era una obsesiva por la corrección de la lengua. Ya a los cuatro años se perfilaba una correctora en mi ser. (La semilla estaba plantada. El mal estaba hecho). Ahora, si esto es sólo una forma de ganarme la vida o de perderla entre las páginas más abrumadoramente aburridas (que son las de jurisprudencia y legislación), no lo sé. En los años por venir, encontraré el sentido de mi vida. Cuando me muera, les cuento.

Mi nombre ya es panic attack.