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viernes, 27 de julio de 2007

Un deseo

Si pudiera contarte de mi brusco brotar, de las veces que se me cayó el palito que me ayudaba a sostenerme, de las hojas que perdí por querer crecer de golpe y de tantas veces en que me regaron de más o me pegó el Sol de menos. Si pudiera...

Mi nombre ya está escaso de palabras.

jueves, 26 de julio de 2007

Confesionario

Estallar en llanto fue inevitable. Sus nervios antes casi imperceptibles, afloraron en un incesante temblor de manos y piernas, y su cabeza antes tan altiva ahora parecía estar ansiosa porque se abriera un agujero en el piso para buscar refugio. Sí, confesó.

Todo el dinero del señor Simpson no bastaba, su acomodada posición la aburría, un sólo amante no la satisfacía. Hasta cierto día en que comenzó a frecuentar el barrio más sórdido de la ciudad más hipócrita. Sus tabernas y cabarets le resultaban deliciosos. Llevar una doble vida se convirtió en algo necesario, imperioso casi. Y un día, en medio de la mayor decadencia londinense, Wallis lo conoció.

Tanto desenfreno viciaba el aire del lugar hasta hacerlo gustoso, como si la lujuria pudiera saborearse allí de forma única. Haciendo una entrada triunfal, Eduardo se abría paso radiante, iluminado por el placer que se aproximaba inevitablemente. El hijo pródigo había vuelto. El festín estaba servido.

Entonces, se reconocieron, se acercaron y en las sombras de la noche más apoteótica desde el fin de la guerra se coronaron reyes del inframundo inglés. Ellos serían los amos y señores de la hipocresía y Dorian Grey, su santo patrono.

Se convirtieron en amantes, amantes cotidianos; el carácter dominante y la conducta irreverente de Wallis subyugaban de tal forma a Eduardo que pronto la esposa del señor Simpson desplazó a sus otras amantes, “a esas mujeres sin gracia” como ella supo definirlas. Respecto del amante de Wallis nunca se supo exactamente hasta cuándo duró la relación, ni si era cierto que se trataba de un empresario americano relacionado cercanamente con el partido nazi. Ella nunca declaró nada al respecto, ni siquiera en ésta su confesión más oscura.

Entonces, idearon un plan, el macabro plan que los condujo hasta aquí, la central de inteligencia de Scotland Yard ante la presencia del Jefe Inspector F., el hombre más implacable de todo el Reino Unido porque cree que las instituciones deben representar lo más digno de las sociedades humanas, algo que la propia naturaleza de la mayoría de los individuos se empeña en boicotear.

La estrategia de Wallis y Eduardo era perfecta. Será, quizá, por ello que falló a la vista de la investigación de F. “Toda creación del hombre concebida como perfecta está condenada al fracaso” llevaba grabado el inspector en su reloj de bolsillo, el que no sólo le recordaba las demasiadas horas que dedicaba a su tarea, sino también por qué lo hacía.

Mi nombre ya es mentira.

jueves, 19 de julio de 2007

A carcajadas*

A Crispín, porque se lo ha ganado
A simple vista, cualquier persona que pasara por allí podría haber asegurado que el hombre que orinaba sobre la fachada de esa casa estaba borracho. Tan alegremente orinaba. Con risotadas voluminosas.

Sin embargo, Santiago Gutiérrez tenía la firme costumbre de no consumir nada que pudiera hacerle perder el control. Sólo bebía agua mineral sin gas y leche descremada. Y religiosamente se atragantaba con chocolatines de veinte centavos cada vez que la angustia parecía desbordarlo.

Como cuando era chico y no quería hacer pis en un arbolito cubierto por las espaldas de su mamá y dale, Santi, que otra vez vamos a llegar tarde. Pero, Santi que no, que no, y entonces había que hacer una pasada por la casa de la abuela o de la tía o de algún otro consanguíneo, porque de baños públicos ni hablar. Y, así, llegaban justo para escuchar la adorable voz de la recepcionista, entre afinada y gangosa, con eso de señora Gutiérrez van a tener que esperar un rato, porque el turno de y veinte llegó temprano y ustedes no estaban.

Lo peor de todo era que Santiago tenía una horrible tendencia a las caries y el desfile de dentistas se hacía interminable, porque una tenía las uñas muy largas, y me las clava, má, la otra olía esa cosa que me ponés para que no me piquen los mosquitos, aquel otro no quiere verme nunca más, mocoso llorón, me dijo. Los cálculos se tornaban imposibles, ya casi no quedaban dentistas sin conocer en Capital Federal; y la posibilidad de buscar uno en el conurbano quedó descartada cuando la mamá empezó a planificar un cronograma para que su hijo dejara de consumir líquidos al menos dos horas antes de la cita con el doctor.

Con un no se habla más del tema, cerró la discusión el señor Gutiérrez. Santiago iba a ir a ese dentista que le habían recomendado, fuese a gustarle a su hijo o no, iba a ponerse los aparatos, fuesen a molestarle o no, y se iba a dejar de joder con lo del baño, que ya es grande y tampoco es tan terrible mear con los compañeros del grado al lado. A partir de ese día, Santiago empezó a tener la lágrima más difícil y, de a poco, se acostumbró a hacer uso de los baños públicos. Era capaz de todo, con tal de no volver a hacer enojar a su papá.

Durante mucho tiempo, Santiago realmente hizo todo por cumplir con las exigencias familiares, era un hijo modelo. Sin embargo, detrás de tanto brillo podía notarse, a simple vista, que carecía de toda naturalidad y, si uno adentraba un poco más la mirada, se daba cuenta de que en realidad él nunca había estado allí. Se evadía, nadie sabía dónde. Como tampoco nunca supo bien, su familia, adónde se había mudado cuando dejó la casa paterna para ir a vivir con un amigo de la facultad.

Todo fue casi natural, hasta el día en que ocurrió la imagen de Javier y la puerta cerrándose detrás del no va más; no quiero seguir ocultándome. Los ojos de Santiago volvieron a llenarse de lágrimas, como antes, pero más que nunca. Noches enteras con los dientes apretados. El protector bucal que le reducía el bruxismo por el inodoro, a pesar de que eso fuera un verdadero pecado para un estudiante de odontología. Las tersas manos de Javier habían tomado el molde, lo recordaba muy bien. La pasta se había esparcido por detrás del sujetador hacia su campanilla y, entonces, el ahogo. Las tersas manos se habían acercado, la respiración de Javier soplaba en el rostro de Santiago. El molde liberó su boca. Entonces, labios, calor, humedad y, ahora, el ahogo.

Fingir siempre había sido una de las habilidades de Santiago. Sin embargo, ese día, en la casa paterna, parecía no tener resto alguno para seguir fingiendo. Era como si el guiso de lentejas que había preparado su hermana hubiera tenido un efecto euforizante. Le confesó al padre que era gay. El padre lo miró fijo a los ojos, a los ojos de ese chico que tantas veces había retado para que no llorara y solamente se escuchó el susurro de un ya lo sabía. Santiago y su hermana estaban hechos piedra. El padre sacó un cigarrillo, el encendedor y creo que siempre lo supe. Santiago quiso abrazarlo. El padre lo frenó con un gesto, encendió el cigarrillo, aspiró, y sopló que iba a llevarle un buen tiempo acostumbrarse, ¿sabés? Tu mamá ya no está para ablandarme. Andá tranquilo; otro día hablamos.
Santiago salió como transportado por una nube y unas cosquillas en los pies comenzaron a instarlos a correr con frenesí. Sin darse cuenta, corría camino a la casa de Javier. Pero de tanta euforia, se había olvidado de los litros de agua que había tomado por tantos nervios previos y la vejiga le reclamaba por un poco de alivio. Frenó, giró dándole la cara al frente de una casa cualquiera de barrio de Monserrat, se bajó el cierre y comenzó a orinar, plácidamentre, con alegría. A carcajadas.
Mi nombre ya es meón.
*Nota de la autora: a esta canción todavía le faltan algunas notas y le sobran algunos silencios

martes, 10 de julio de 2007

Circense

Calva era la tía. Calvo, el hombro de ella donde la baba se enamoraba del ketchup y acababan fundiéndose en su meñique. Calvísima, la fortuna de la rueda en donde ellos tenían aire en el sexo. Y empelucados bailaban los enanos en una carpa levantada con las ilusiones que dejaban los niños cuando descubrían la calvicie de los monos, de sus manos, de sus vidas.

Mi nombre ya es pelucón.

sábado, 7 de julio de 2007

Fábula multiprocesada para niños de hoy

Sin embargo, la princesa estaba allí con un sólo objetivo: poseer al uniformado y morir. Renacer, luego, como un sapo y empollar plumas hasta convertirse en pavo (plebeyo, jamás real), y, justo antes de perder la cabeza de pulgar a manos de un leñador, envejecer de la forma más elegante posible... como una calabaza.
¿Y que será, entonces, del uniformado? Ser padre soltero de una gallina con cinco dedos en cada pata.
Mi nombre ya es el lobo feroz.

jueves, 5 de julio de 2007

Rock nacional

Sí, ya sé que me trabé. Hace varios días que no escribo. Sólo recuerdo. A veces lloro. A veces me olvido de por qué. Entonces, hago un repaso metal de mis planes, de mis miedos y de algunas cosas que me quedan (la bufanda y los guantes, sí).

Escucho su voz triste y me doy cuenta de que siempre nos preguntamos lo mismo. Pero, ahora me doy permiso de creer que voy a tener una vida muy feliz (sí, claro; me ayudan un poco para eso). Aunque, ¡pucha! el otro día no podía sacarme tus botitas de la cabeza. Y ese día en que te dije que no las ibas a necesitar. Tenía razón, cierto. Pero no de la forma en la que me imaginaba.

Ahora, sé muchas más cosas -me pasó mucha más vida por la venas- y, sin embargo, sigo tan curiosa como cuando escuchabas tus discos y yo te miraba fijamente y hasta que no me ponías los auriculares no dejaba de estudiarte. Ahora, también, me enojo menos: ya no tengo que aguantar tus caprichos de adulto negador de la realidad y mis berrinches de adolescente... negadora de la realidad.

En cambio, tengo una caja de madera con una chapita atornillada en la tapa. En la chapita están grabados tu nombre y una fecha. Tres años ya. Miro la caja fijamente un rato (¿a quién se le habrán ocurrido estas cosas?), la vuelvo a esconder de las miradas de las visitas y me siento enfrente de la computadora. Tardo aproximadamente tres minutos en elegir que disco voy a escuchar, me pongo los auriculares con rock nacional escapándose por los bordes de mis oídos y supongo que en ese momento me puse a escribir... total, ya sé que puedo verte cada vez que estudio mi cara frente al espejo.

Mi nombre ya es pañuelo.