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sábado, 19 de diciembre de 2009

Pienso, luego escribo

A César, quien me hace reflexionar sin querer queriendo

Hace poco, un intercambio epistolar con un amigo me forzó, casi como un estornudo, a dejar salir qué es lo que pienso sobre el proceso de escritura. Me sorprendió lo rápido que el concepto encontró su definición según mis palabras. Fue como si desde hace tiempo hubiera pactado conmigo misma que ya tenía una respuesta a la pregunta “¿qué es lo que usted cree sobre el proceso creativo de un escritor?” y que ésta sólo sería dada cuando la pregunta fuera otra, cuando el contexto fuera “¿cómo estás? Hace mucho que no nos vemos ¿Cómo va el taller literario?”.

Y, así, en medio las cotidianidades que se comentan los amigos, esto fue lo que le escribí: “Lo de la escritura es un proceso impredecible. Yo creo que uno incorpora las cosas como de golpe, cuando se distrae y el inconsciente toma el poder de la embarcación. Con suerte, cuando la parte consciente retoma la conducción, uno se da cuenta de que esas ideas son buenas y lo único que hace es pulir con delicadeza y no recortar con guadaña. La práctica es lo mejor de todo. La práctica por el solo hecho de tratar de resolver una cosa, claro. Nada de querer escribir una gran obra. Eso no sirve”.

Mi nombre ya es definición.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Decime como quieras (todos lo hacen)

Ser María Algo es una complicación. Tus tíos y tus primos te dicen María. Tus compañeritos de primaria te decían María Algo. Y eso no te gustaba nada. Entonces, convencés a tus hermanos y amigos para que te digan Algo y, con mucha insistencia, lográs pasar a ser Algo en la secundaria. Pero, para tu mamá, vas a ser siempre "Princesa", así que el nombre que tanto le costó elegir no importa.

En el trabajo, ni bien empezás, no te preguntan cómo te llamás, sino que miran un legajo y (como la norma no escrita dice que uno sólo usa el primer nombre) te crean una dirección de e-mail maria.apellido@empresa.com. Pero enseguida te das cuenta de que esa regla, que, se supone, se aplicaría a todos los empleados (porque debería ser una práctica del sentido común), no es tan estricta como vos creías. Y te encontrás pasándole archivos a juanfulano.apellido@empresa.com y te hacés amiga de Mengana Apellido, que, en realidad, resulta ser Zutana Mengana Apellido(información que figura en su legajo, pero que debe ser clasificada porque, salvo el jefe, todos los demás la ignoran). Entonces, te convencés de que todo esto debe ser sólo una cosa de las Marías y de que la culpa es de tu mamá porque quiso ponerte María (y tu papá la dejó hacerlo, así que es cómplice de ese maldito plan).

Así, las cosas, hasta que un día, en el trabajo, se llevan tu computadora y, para cuando te instalan otra, ya todos te conocen como Algo y no como María. Y, como no podía ser de otro modo en tu vida, los genios de Sistemas (que siempre te configuran las cosas en la computadora justo cuando vos estás en el baño) van y te crean una nueva casilla de mail (esta vez, algo.apellido@empresa.com) y vos usás esta última, pero los mails de los memos de permisos te llegan a la primera (que para esta altura ha dejado de estar configurada en tu PC) y terminás abrazando la resignación y la idea de que la gente simplifique las cosas y te diga "eh, vos"...

Moraleja: señores padres en la dulce espera, piensen muy bien lo que hacen antes de ponerles a sus hijos nombres compuestos; pueden terminar complicándoles severamente la vida con ese acto, en apariencia, tan simple.

Mi nombre ya es compuesto.

sábado, 10 de octubre de 2009

La vida chata del corrector de textos jurídicos

Los minutos se pasan con la misma equidistancia que hay entre las líneas que surgen ante mis ojos. Una tras otra, hasta que el texto pierde sentido inevitablemente, hasta que toda la página se convierte en una sola palabra gigantesca que amenaza con desalfabetizarme. Miro. Miro. Y no puedo leer nada. Y con la vida me pasa lo mismo: ¿qué gracia tiene este devenir de tiempo si todos los días van a ser inevitablemente iguales?

Al contrario de lo que podría haber supuesto en un primer momento, la respuesta es sencilla y propia del más común de los sentidos: tengo que buscarme otro trabajo antes de que mis ganas de leer se suiciden entre las páginas de la próxima edición del Código Civil.

Mi nombre ya está harto.

lunes, 5 de octubre de 2009

Todo lo que quiero (o lista de reglas para un futuro mejor)








  • ser lo suficientemente flexible para ver más allá de mis ojos
  • tener oídos resistentes para escuchar el grito del viento
  • no carecer nunca de verbos que hagan que la vida se mueva
  • poder convertirme en una de las leyes de la termodinamia
  • no ignorar a las flores marchitas
  • hacer música con las yemas de los dedos
  • seguirle el paso a los perros bombón
  • dormir siempre acurrucada en el ronroneo de un gato si hay tormenta
  • tomar fotos de lo que no es serio (lo otro queda grabado en la retina aunque nos resistamos)
  • dejar de tenerle miedo a las cosas que no conozco.

Mi nombre ya es listón.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Incoherencia cotidiana

Una de las pocas cosas que no he coleccionado jamás son llaveros. Esos los uso, se rompen, los tiro y consigo nuevos. Me resultan demasiado útiles como para ser dignos de ser exhibidos como trofeos de nada.

Por lo demás, he juntado: latas de gaseosa, estampillas, estampitas, señaladores, billetes, monedas (esas todavía no las pude tirar), fósiles marinos, piedras, cajas (aunque nunca en forma consciente; sencillamente soy un imán para las cajas y cajitas) y seguro que algo más, que ahora no logra ser parte de la colección de recuerdos en mi cabeza.

Si tuviera en cuenta que mi mamá todavía conserva todos nuestros (considérese que somos cuatro hermanos) dientes de leche (y algunos de diente) en un frasquito, creo que podría tener una excusa para ser como soy. Pero no le echemos la culpa a mi madre. Al menos, no hoy; los viernes no me siento freudiana.

Mi nombre ya es ¡bótelleeeerooooo!

viernes, 17 de julio de 2009

El origen de todo

El problema, cuando uno anda con una crisis existencial, es que, una vez que empieza a pensar en el origen y el significado de la vida, pareciera que esas ideas fueran capaces de impregnarlo todo en el desarrollo de su cotidianidad. Es ahí cuando lo absoluto se transforma en un agujero negro que todo lo devora (incluso fagocita los hechos más fundamentales de nuestra vida) y nos encontramos sentados en la oficina a las cuatro de la tarde, preguntándonos: “¿y yo para qué quiero seguir en este trabajo negrero y embolante si total algún día me voy a morir? ¿para eso viene a este mundo? ¿para levantarme todos los días a las ocho menos cuarto de la mañana, trabajar nueve horas y que el día no me alcance para una mierda?”.

Así, nos agarra distraídos un compañero de trabajo que comienza una conversación sobre “Titanes en el Ring”. (Uno ya ni se acuerda a cuento de qué vino todo esto, pero, bueno, al fin y al cabo, para qué quiero saberlo si algún día me voy a morir). Entonces, la conversación nos lleva en un viaje hacia los recuerdos de nuestra infancia. Él nos dice que una vez lo vio perder a Karadajián frente a La Momia en el Luna Park; que volvió con los brazos caídos; que peor fue cuando se dio cuenta de que Piluso no era tan simpático cuando el programa no estaba en el aire.

Es en ese preciso momento cuando el viaje de la memoria (de mi memoria) llega a destino. Y ahí, sí, justo ahí, aparece una de las anécdotas madre de lo que soy, de quien soy.

Cuando tenía cuatro años fui con mi hermano, una amiga y la mamá de mi amiga a ver las grabaciones en exteriores de una de la películas de Mingo y Aníbal (no sé si Contra los fantasmas o En la mansión embrujada), que se hacían a un par de cuadras de lo de mi abuela. En un momento en que pararon la filmación, nos acercamos a Juan Carlos Altavista, que estaba descansando en un auto, y le pedimos unos autógrafos. Él todavía estaba vestido con la ropa característica de su personaje y me preguntó cómo me llamaba. Yo le dije: “María Jimena” y él me preguntaba “¿Shimena?”. “No, Jimena”, le insistía yo. Y así un par de veces. Hasta que me sonrió y me firmó el autógrafo como le habíamos pedido. La madre de mi amiga se moría de risa. Ella se daba cuenta de que yo había mantenido la conversación con Minguito, no con Juan Carlos Altavista. ¡Estuve hablando con el personaje todo el tiempo y ni enterada! Claro, era muy chica para entenderlo. Pero lo curioso es que, a pesar de mi edad, no tuve ningún problema en corregirle la pronunciación de mi nombre. Tenía cuatro años y sabía que mi nombre se escribía con j y que esa letra se pronunciaba de una cierta manera (que nunca hubiera podido ser de otra, para horror de mi universo personal).

En fin, todo este viaje mental al pasado me hizo darme cuenta de que, ya en mi más tierna infancia, era una obsesiva por la corrección de la lengua. Ya a los cuatro años se perfilaba una correctora en mi ser. (La semilla estaba plantada. El mal estaba hecho). Ahora, si esto es sólo una forma de ganarme la vida o de perderla entre las páginas más abrumadoramente aburridas (que son las de jurisprudencia y legislación), no lo sé. En los años por venir, encontraré el sentido de mi vida. Cuando me muera, les cuento.

Mi nombre ya es panic attack.

domingo, 5 de abril de 2009

Delicias de la vida laboral

Los viernes son, a la semana laboral, lo que el plato permitido es a una dieta: el momento del descontrol que uno ansía disfrutar salvajemente después de pasarse días a apio, zanahoria, agüita, abdominales y que la panza siga tan gigante como el primer día.

Ese día uno puede llegar un poco más tarde al trabajo sin que los compañeros lo señalen como “el malnacido que llega cuando se le antoja y yo hace quince minutos que ya estoy trabajando”. Así, uno va casual a la office (por no decir que se pone la misma ropa con la que salió de levante la noche anterior), rompe con el ritual del mate cocido con galletitas por desayuno y se cae con un capuchino gigante con alfajores comprados en la esquina (que son el motivo de la llegada tarde y de que ese día uno ni se dé cuenta de que los compañeros lo señalen y lo insulten como “el reventado que llega media hora tarde y encima me enrostra que se va a tomar media hora más para tomarse su desayuno de mierda”). Uno invade, entonces, todo el piso de olor a canela y chocolate, con el oscuro deseo de ser la envidia de todos. Por supuesto, no le convida a nadie. Y hasta se da el lujo de no tomar por completo semejante taza de capuchino y tira en el tacho, en forma evidente, medio alfajor. Y lo hace, no por estar satisfecho, sino porque, los viernes, uno se permite lo que otros días no. Y los demás lo dejan.

Mi nombre ya es maldito.

jueves, 12 de marzo de 2009

Che cosa vuoi?




las estrellas se agolpan bajo mis pies
decidieron andar por el piso
y reírse con mis sobrinos
jugando a la mancha
la ciudad se me abalanza en forma de oso
y me tapa un poco el sol
que tanto me quema
cambio entonces el calor porteño
por la paz de los colores
y enseguida me subo al tren
lista para descubrir que
todavía quiero cambiar el mundo
sí, todavía quiero
todo

Mi nombre ya canta Manu Chao.

jueves, 19 de febrero de 2009

Ojos de vacaciones




Dos pares de ojotas, dos mallas, dos remeras y dos gorras. El papá no pudo dejar de cargar, además, con sus lentes de sol y su reloj. Una pelota, una reposera, palita y baldecito. El protector solar seguramente lo traen puesto desde el hotel.

Caminan rápido, pero sin ansiedad, como quienes tienen el cuerpo lleno de energía. Eligen un lugar cercano al límite hasta donde el agua se arrastra. Acomodan sus cosas y se sientan. Enseguida se enfrascan en la construcción. Cavan. Buscan agua. Vacían el balde. Agua otra vez. Moldean. Al cabo de un buen rato, se miran cómplices. Y sonríen satisfechos. El castillo de arena se yergue casi terminado, coronando la tarde compartida casi perfecta. No hay cámara de fotos. Pero, no la necesitan.

Y es en ese preciso instante de felicidad padre-hijo cuando la pelota se desvía. Un zurdito habilidoso, a unos pocos metros, había concretado un remate demasiado fuerte al arco improvisado con dos ojotas. El arquero se queda sin reacción. Y la pelota, entonces, sepulta la maravillosa arquitectura del castillo bajo su peso.

El niño rompe en llanto. Uno de esos llantos que cortan la respiración del que llora y revientan los tímpanos ajenos. El papá le promete un helado. Un helado bien grande de esos que manchan la cara y la ropa. El niño deja de llorar.

Cargan con sus cosas y se van como vinieron. Casi como vinieron. Caminan rápido, pero -esta vez- con un poco de ansiedad.

Eso es la playa.