Hoy, tuve un minuto de mi cielo iluminado.
Quince, de un viaje en colectivo supersónico y en ojotas.
Un pucho a medias, con mi computadora, de tres minutos y medio.
Dos, de tu sonrisa post coito, mezcla satisfecha de picardía y regodeo.
Cinco, del frenético ejercicio de mi mano en una bolsa de pochoclos.
Once, del final de un partido de truco sin un ancho.
Veinte, de la ventisca polar que me persigue y me tiene sin oyuelos.
Ciento cuarenta y ocho segundos, de una procesión de flores.
Y, en tan sólo dos segundos de un duchazo torpe
-agua fría esquirlando mi espalda-, me di cuenta:
la droga más intensa es el pensamiento.
Cada instante en esa hora, me pegaba un aforismo de astrobiólogo:
“Cuando nuestro planeta personal se mueve,
lo hace desde el pecho y no desde la cabeza”.
Sin embargo, después de ocho horas de laburar con cerebro y corazón
(entidades inseparablemente funcionales a la vida),
elijo dejarlos colgados en el guardarropas
(numerito en la cartera para no extrañarlos)
y que mi mundo se mueva al ritmo de mis pies
abriéndose paso en la pista, sin otra ambición que
bailar hasta que ya no exista límite entre el yin y el yang.
Mi nombre ya es canción bailable.
1 comentario:
Excelente texto!! del medio hacia el final va tomando vuelo y llega al clímax. Otra muestra más de una gran escritora. Besotes!
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