Debería llegar a la oficina a las 7.55 de la mañana. Sin embargo, todos los días se las arregla para empujar la puerta de entrada giratoria a las 6.30, en un esfuerzo sobre humano por no llegar a las 6 en punto, momento en que el edificio apenas acaba de levantar su inmenso párpado enrejado. Qué hace durante esa media hora, en la que sólo comparte el tercer piso con los libros y sus estampitas, nadie lo sabe. Verónica tiene fundadas sospechas de que intenta encontrar algún cajón sin llave y espiar en la vida de aquel que cometió semejante descuido (o acto de coraje, depende). Hasta ahora, nadie recuerda queja alguna por la falta de implementos. De todas formas, no creo que tenga alma de ladrona (o que alguien le haya dado la oportunidad), aunque sí de golosa, por la inevitable sucesión de chocolates, alfajores, facturas y budines, en su escritorio, bien vigilados por el afro impecable de la imagen de Sai Baba. Sí, ella es confesa “babista”. Y también cree en Santa Teresa. El otro día, una compañera le prestó, por una semana, una imagen de la Santa, traída desde Tucumán. Dicen que cumple los pedidos de los que le rezan todos los días. Ella se la pidió una semana más. Y no hay que olvidar su devoción por sus ritos: insultar en un murmullo a todos los empleados nuevos; controlar que la computadora esté apagada; los cajones, cerrados; y que su vida tenga sentido. Tanto sentido como cuando se queja de que no tiene nada para trabajar y gruñe, como cuando le dan un par de hojas para que tipee (y gruñe). Tiene el poco delicado encanto de esos animales que no dejamos de mirar, por lo mucho que nos repelen. Algunos en la oficina le temen, otros sienten rechazo. Oscar no quiere ni acercarse, le recuerda a su trabajo anterior. A mí no deja de sorprenderme lo escasas que nos quedan, a veces, las clasificaciones humanas. Ella tiene muchas creencias, pero hace rato perdió la fe.
Mi nombre ya es un ojo en la tormenta.
Mi nombre ya es un ojo en la tormenta.
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