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jueves, 21 de diciembre de 2006

Me quema, me quema

Otra vez tengo calambres en el estómago, lo cual es un signo ineludible de que mi organismo sabe que va a pasar algo que mi mente no puede ni siquiera adivinar. En mi caso, eso es bueno. Cuando mi cabeza tiene demasiada conciencia de aquello que sucede, la energía que todo mi ser mantiene prolijamente contenida en mi espina dorsal estalla en una verborragia que suele pasarse de ocurrente...o de sincera.

En cambio, cuando mi cerebro no termina de saber si es mejor tomar mate o café en el desayuno, se paraliza y, entonces, es el cuerpo el que se adelanta y reacciona. La base rítmica empieza en el sistema nervioso central y avanza por todos sus conductores, mezclándose con la armonía sanguínea y la melodía que aporta el sudor que brota por los poros. La música está ahí, como un aura que amortigua la brusquedad de movimientos y canaliza la euforia en un baile sin sentido y, sin embargo, más significativo que ningún otro.

Pero, ¿y si, en realidad, el café me cayó mal? Si tan sólo tengo acidez y no va a pasar nada especial. ¡A quién le importa! Lo biológicamente hipocondríaco poco tiene que ver con la poesía. Lo interesante es el delirante vagabundeo mental-estomacal.

Y, precisamente, lo que yo siento es el claroscuro vibrando a mi alrededor; en mi cabeza hay una banda de rock. Sea lo que sea aquello que surja, no puede ser tan terrible. Tengo las zapatillas atadas con doble nudo dispuestas a saltar todo el recital que toque el destino.

Mi nombre ya es uvasal.

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