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martes, 7 de noviembre de 2006

Marche una musa por ahí

Dedicado a Romi, que anda angustiada buscando un lápiz por todos lados, sin darse cuenta de que lo tiene enganchado sobre la oreja derecha.

Hoy leí que una amiga anda preocupada buscando a una musa que se fue a jugar a las escondidas y sigue sin aparecer la muy cabezona, por más que Romina ya contó hasta el millón y revolvió patas arriba todos sus electrodomésticos (a estos seres mágicos les gusta usar de escondite los aparatos producidos en serie para volver a sentirse especiales, parece ser que los kilowatts los embriagan levemente por las cosquillas que les hacen, pero sus risitas no se oyen porque el ruido del aparato en funcionamiento tiene el volumen más alto).

En mi caso particular, yo no tengo musa. Mejor dicho, la conocí cuando era chica. Hablábamos sin que me importara si la gente podía verla o no, jugábamos al Memotest y casi siempre ganaba yo. Pero de vez en cuando, en lugar de inflarme la memoria a mí, se la inflaba a ella y yo perdía rotundamente. De la terrible bronca que tenía no le hablaba por una semana. Sí, si ella era cabezona como todas las musas, yo lo era más. Por suerte, los jueves mi mamá cocinaba milanesas ¿y quién puede seguir enojado con un buen par de milanesas en la panza?

De grande, por esas cosas que tiene la vida en general, y la de uno en particular, no podía permitirme andar viendo seres que los demás no veían, ni mucho menos escuchaban. Que la gente cuchichee ¿viste la chica del primero? es medio esquizofrénica, ésa ¿no? no entra dentro de mi lista de logros en la vida. Así, mi musa y yo dejamos de vernos. Y acá es cuando mi mamá vuelve a entrar en escena. Hace un tiempo descubrí que cuando ando con alguna historia medio trabada le explico a ella que es lo que quiero transmitir. Ella me sugiere algunas cosas que desecho desde el primer momento, porque nunca tienen que ver con lo que yo le decía. Sin embargo, ese proceso siempre resulta de lo más fructífero porque hace que termine de descubrir qué y, especialmente, cómo quería contar yo.

Y toda esta perorata para decir que, la musa nunca se va. Lo que pasa es que, a veces no logramos despegarnos de este mundo tan real en el que vivimos y se nos contagia el mismo miedo de nuestros vecinos. Entonces, no logramos darnos cuenta que nuestra musa sigue, la muy divertida, jugando a las escondidas en algún zapato, en el lavarropas, en los mails, en los graffittis de las calles, en algún pariente.

La verdad es que para no hacer que la cuenta se prolongue mucho tiempo más (tendría que haberle contado esta historia primero a mi mamá), les digo, gente, que se olviden un poco de los problemas mundanos, vuelvan en espíritu a la infancia y se dediquen a jugar a las escondidas en los ojos, las palabras y los estornudos ajenos, que probablemente encuentren aquello que perdieron.

Mi nombre ya es pizarrón.

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