A Crispín, porque se lo ha ganado
A simple vista, cualquier persona que pasara por allí podría haber asegurado que el hombre que orinaba sobre la fachada de esa casa estaba borracho. Tan alegremente orinaba. Con risotadas voluminosas.
Sin embargo, Santiago Gutiérrez tenía la firme costumbre de no consumir nada que pudiera hacerle perder el control. Sólo bebía agua mineral sin gas y leche descremada. Y religiosamente se atragantaba con chocolatines de veinte centavos cada vez que la angustia parecía desbordarlo.
Como cuando era chico y no quería hacer pis en un arbolito cubierto por las espaldas de su mamá y dale, Santi, que otra vez vamos a llegar tarde. Pero, Santi que no, que no, y entonces había que hacer una pasada por la casa de la abuela o de la tía o de algún otro consanguíneo, porque de baños públicos ni hablar. Y, así, llegaban justo para escuchar la adorable voz de la recepcionista, entre afinada y gangosa, con eso de señora Gutiérrez van a tener que esperar un rato, porque el turno de y veinte llegó temprano y ustedes no estaban.
Lo peor de todo era que Santiago tenía una horrible tendencia a las caries y el desfile de dentistas se hacía interminable, porque una tenía las uñas muy largas, y me las clava, má, la otra olía esa cosa que me ponés para que no me piquen los mosquitos, aquel otro no quiere verme nunca más, mocoso llorón, me dijo. Los cálculos se tornaban imposibles, ya casi no quedaban dentistas sin conocer en Capital Federal; y la posibilidad de buscar uno en el conurbano quedó descartada cuando la mamá empezó a planificar un cronograma para que su hijo dejara de consumir líquidos al menos dos horas antes de la cita con el doctor.
Con un no se habla más del tema, cerró la discusión el señor Gutiérrez. Santiago iba a ir a ese dentista que le habían recomendado, fuese a gustarle a su hijo o no, iba a ponerse los aparatos, fuesen a molestarle o no, y se iba a dejar de joder con lo del baño, que ya es grande y tampoco es tan terrible mear con los compañeros del grado al lado. A partir de ese día, Santiago empezó a tener la lágrima más difícil y, de a poco, se acostumbró a hacer uso de los baños públicos. Era capaz de todo, con tal de no volver a hacer enojar a su papá.
Durante mucho tiempo, Santiago realmente hizo todo por cumplir con las exigencias familiares, era un hijo modelo. Sin embargo, detrás de tanto brillo podía notarse, a simple vista, que carecía de toda naturalidad y, si uno adentraba un poco más la mirada, se daba cuenta de que en realidad él nunca había estado allí. Se evadía, nadie sabía dónde. Como tampoco nunca supo bien, su familia, adónde se había mudado cuando dejó la casa paterna para ir a vivir con un amigo de la facultad.
Todo fue casi natural, hasta el día en que ocurrió la imagen de Javier y la puerta cerrándose detrás del no va más; no quiero seguir ocultándome. Los ojos de Santiago volvieron a llenarse de lágrimas, como antes, pero más que nunca. Noches enteras con los dientes apretados. El protector bucal que le reducía el bruxismo por el inodoro, a pesar de que eso fuera un verdadero pecado para un estudiante de odontología. Las tersas manos de Javier habían tomado el molde, lo recordaba muy bien. La pasta se había esparcido por detrás del sujetador hacia su campanilla y, entonces, el ahogo. Las tersas manos se habían acercado, la respiración de Javier soplaba en el rostro de Santiago. El molde liberó su boca. Entonces, labios, calor, humedad y, ahora, el ahogo.
Fingir siempre había sido una de las habilidades de Santiago. Sin embargo, ese día, en la casa paterna, parecía no tener resto alguno para seguir fingiendo. Era como si el guiso de lentejas que había preparado su hermana hubiera tenido un efecto euforizante. Le confesó al padre que era gay. El padre lo miró fijo a los ojos, a los ojos de ese chico que tantas veces había retado para que no llorara y solamente se escuchó el susurro de un ya lo sabía. Santiago y su hermana estaban hechos piedra. El padre sacó un cigarrillo, el encendedor y creo que siempre lo supe. Santiago quiso abrazarlo. El padre lo frenó con un gesto, encendió el cigarrillo, aspiró, y sopló que iba a llevarle un buen tiempo acostumbrarse, ¿sabés? Tu mamá ya no está para ablandarme. Andá tranquilo; otro día hablamos.
Sin embargo, Santiago Gutiérrez tenía la firme costumbre de no consumir nada que pudiera hacerle perder el control. Sólo bebía agua mineral sin gas y leche descremada. Y religiosamente se atragantaba con chocolatines de veinte centavos cada vez que la angustia parecía desbordarlo.
Como cuando era chico y no quería hacer pis en un arbolito cubierto por las espaldas de su mamá y dale, Santi, que otra vez vamos a llegar tarde. Pero, Santi que no, que no, y entonces había que hacer una pasada por la casa de la abuela o de la tía o de algún otro consanguíneo, porque de baños públicos ni hablar. Y, así, llegaban justo para escuchar la adorable voz de la recepcionista, entre afinada y gangosa, con eso de señora Gutiérrez van a tener que esperar un rato, porque el turno de y veinte llegó temprano y ustedes no estaban.
Lo peor de todo era que Santiago tenía una horrible tendencia a las caries y el desfile de dentistas se hacía interminable, porque una tenía las uñas muy largas, y me las clava, má, la otra olía esa cosa que me ponés para que no me piquen los mosquitos, aquel otro no quiere verme nunca más, mocoso llorón, me dijo. Los cálculos se tornaban imposibles, ya casi no quedaban dentistas sin conocer en Capital Federal; y la posibilidad de buscar uno en el conurbano quedó descartada cuando la mamá empezó a planificar un cronograma para que su hijo dejara de consumir líquidos al menos dos horas antes de la cita con el doctor.
Con un no se habla más del tema, cerró la discusión el señor Gutiérrez. Santiago iba a ir a ese dentista que le habían recomendado, fuese a gustarle a su hijo o no, iba a ponerse los aparatos, fuesen a molestarle o no, y se iba a dejar de joder con lo del baño, que ya es grande y tampoco es tan terrible mear con los compañeros del grado al lado. A partir de ese día, Santiago empezó a tener la lágrima más difícil y, de a poco, se acostumbró a hacer uso de los baños públicos. Era capaz de todo, con tal de no volver a hacer enojar a su papá.
Durante mucho tiempo, Santiago realmente hizo todo por cumplir con las exigencias familiares, era un hijo modelo. Sin embargo, detrás de tanto brillo podía notarse, a simple vista, que carecía de toda naturalidad y, si uno adentraba un poco más la mirada, se daba cuenta de que en realidad él nunca había estado allí. Se evadía, nadie sabía dónde. Como tampoco nunca supo bien, su familia, adónde se había mudado cuando dejó la casa paterna para ir a vivir con un amigo de la facultad.
Todo fue casi natural, hasta el día en que ocurrió la imagen de Javier y la puerta cerrándose detrás del no va más; no quiero seguir ocultándome. Los ojos de Santiago volvieron a llenarse de lágrimas, como antes, pero más que nunca. Noches enteras con los dientes apretados. El protector bucal que le reducía el bruxismo por el inodoro, a pesar de que eso fuera un verdadero pecado para un estudiante de odontología. Las tersas manos de Javier habían tomado el molde, lo recordaba muy bien. La pasta se había esparcido por detrás del sujetador hacia su campanilla y, entonces, el ahogo. Las tersas manos se habían acercado, la respiración de Javier soplaba en el rostro de Santiago. El molde liberó su boca. Entonces, labios, calor, humedad y, ahora, el ahogo.
Fingir siempre había sido una de las habilidades de Santiago. Sin embargo, ese día, en la casa paterna, parecía no tener resto alguno para seguir fingiendo. Era como si el guiso de lentejas que había preparado su hermana hubiera tenido un efecto euforizante. Le confesó al padre que era gay. El padre lo miró fijo a los ojos, a los ojos de ese chico que tantas veces había retado para que no llorara y solamente se escuchó el susurro de un ya lo sabía. Santiago y su hermana estaban hechos piedra. El padre sacó un cigarrillo, el encendedor y creo que siempre lo supe. Santiago quiso abrazarlo. El padre lo frenó con un gesto, encendió el cigarrillo, aspiró, y sopló que iba a llevarle un buen tiempo acostumbrarse, ¿sabés? Tu mamá ya no está para ablandarme. Andá tranquilo; otro día hablamos.
Santiago salió como transportado por una nube y unas cosquillas en los pies comenzaron a instarlos a correr con frenesí. Sin darse cuenta, corría camino a la casa de Javier. Pero de tanta euforia, se había olvidado de los litros de agua que había tomado por tantos nervios previos y la vejiga le reclamaba por un poco de alivio. Frenó, giró dándole la cara al frente de una casa cualquiera de barrio de Monserrat, se bajó el cierre y comenzó a orinar, plácidamentre, con alegría. A carcajadas.
Mi nombre ya es meón.
*Nota de la autora: a esta canción todavía le faltan algunas notas y le sobran algunos silencios
2 comentarios:
A esta canción la escucho como venga, ya tendremos tiempo para los covers.
Me sigue llegando igual que la primera vez, pero por suerte uno no moja la pantalla con el llanto. Mis cachetes en cambio no son tan impermeables.
Gracias por la dedicatoria.
jejeje groso Santi...
"mocoso llorón" xD
muy bueno... un placer leerlo y... comparto las complicaciones con los dentistas pero sufro en silencio..
un abrazo...
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