Estallar en llanto fue inevitable. Sus nervios antes casi imperceptibles, afloraron en un incesante temblor de manos y piernas, y su cabeza antes tan altiva ahora parecía estar ansiosa porque se abriera un agujero en el piso para buscar refugio. Sí, confesó.
Todo el dinero del señor Simpson no bastaba, su acomodada posición la aburría, un sólo amante no la satisfacía. Hasta cierto día en que comenzó a frecuentar el barrio más sórdido de la ciudad más hipócrita. Sus tabernas y cabarets le resultaban deliciosos. Llevar una doble vida se convirtió en algo necesario, imperioso casi. Y un día, en medio de la mayor decadencia londinense, Wallis lo conoció.
Tanto desenfreno viciaba el aire del lugar hasta hacerlo gustoso, como si la lujuria pudiera saborearse allí de forma única. Haciendo una entrada triunfal, Eduardo se abría paso radiante, iluminado por el placer que se aproximaba inevitablemente. El hijo pródigo había vuelto. El festín estaba servido.
Entonces, se reconocieron, se acercaron y en las sombras de la noche más apoteótica desde el fin de la guerra se coronaron reyes del inframundo inglés. Ellos serían los amos y señores de la hipocresía y Dorian Grey, su santo patrono.
Se convirtieron en amantes, amantes cotidianos; el carácter dominante y la conducta irreverente de Wallis subyugaban de tal forma a Eduardo que pronto la esposa del señor Simpson desplazó a sus otras amantes, “a esas mujeres sin gracia” como ella supo definirlas. Respecto del amante de Wallis nunca se supo exactamente hasta cuándo duró la relación, ni si era cierto que se trataba de un empresario americano relacionado cercanamente con el partido nazi. Ella nunca declaró nada al respecto, ni siquiera en ésta su confesión más oscura.
Entonces, idearon un plan, el macabro plan que los condujo hasta aquí, la central de inteligencia de Scotland Yard ante la presencia del Jefe Inspector F., el hombre más implacable de todo el Reino Unido porque cree que las instituciones deben representar lo más digno de las sociedades humanas, algo que la propia naturaleza de la mayoría de los individuos se empeña en boicotear.
La estrategia de Wallis y Eduardo era perfecta. Será, quizá, por ello que falló a la vista de la investigación de F. “Toda creación del hombre concebida como perfecta está condenada al fracaso” llevaba grabado el inspector en su reloj de bolsillo, el que no sólo le recordaba las demasiadas horas que dedicaba a su tarea, sino también por qué lo hacía.
Mi nombre ya es mentira.
Todo el dinero del señor Simpson no bastaba, su acomodada posición la aburría, un sólo amante no la satisfacía. Hasta cierto día en que comenzó a frecuentar el barrio más sórdido de la ciudad más hipócrita. Sus tabernas y cabarets le resultaban deliciosos. Llevar una doble vida se convirtió en algo necesario, imperioso casi. Y un día, en medio de la mayor decadencia londinense, Wallis lo conoció.
Tanto desenfreno viciaba el aire del lugar hasta hacerlo gustoso, como si la lujuria pudiera saborearse allí de forma única. Haciendo una entrada triunfal, Eduardo se abría paso radiante, iluminado por el placer que se aproximaba inevitablemente. El hijo pródigo había vuelto. El festín estaba servido.
Entonces, se reconocieron, se acercaron y en las sombras de la noche más apoteótica desde el fin de la guerra se coronaron reyes del inframundo inglés. Ellos serían los amos y señores de la hipocresía y Dorian Grey, su santo patrono.
Se convirtieron en amantes, amantes cotidianos; el carácter dominante y la conducta irreverente de Wallis subyugaban de tal forma a Eduardo que pronto la esposa del señor Simpson desplazó a sus otras amantes, “a esas mujeres sin gracia” como ella supo definirlas. Respecto del amante de Wallis nunca se supo exactamente hasta cuándo duró la relación, ni si era cierto que se trataba de un empresario americano relacionado cercanamente con el partido nazi. Ella nunca declaró nada al respecto, ni siquiera en ésta su confesión más oscura.
Entonces, idearon un plan, el macabro plan que los condujo hasta aquí, la central de inteligencia de Scotland Yard ante la presencia del Jefe Inspector F., el hombre más implacable de todo el Reino Unido porque cree que las instituciones deben representar lo más digno de las sociedades humanas, algo que la propia naturaleza de la mayoría de los individuos se empeña en boicotear.
La estrategia de Wallis y Eduardo era perfecta. Será, quizá, por ello que falló a la vista de la investigación de F. “Toda creación del hombre concebida como perfecta está condenada al fracaso” llevaba grabado el inspector en su reloj de bolsillo, el que no sólo le recordaba las demasiadas horas que dedicaba a su tarea, sino también por qué lo hacía.
Mi nombre ya es mentira.
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