La narración de las cuatro de la tarde se había vuelto muy concurrida en la biblioteca popular del barrio de Monserrat. Desde hacía dos meses, el boca en boca entre las madres y maestras de la zona y alrededores no dejaba de susurrar un nombre: Ornella.
Ella, infaliblemente, llegaba diez minutos antes de que los chicos, ansiosos, comenzaran a bañarla en preguntas sobre cómo continuaría la historia de la que nunca perdían el hilo. Cinco minutos antes de que acabaran las corridas y los tironeos, se sentaba con su postura correctísima, sujetaba en forma ligera su largo cabello ondulado, se quitaba los anteojos de sol y los guardaba en su cartera. La que dejaba colgando en la silla junto con el abrigo. Por más de que allí dentro hiciera frío, uno nunca puede contar una buena historia si el saco le entorpece los brazos. A continuación, tomaba un gran libro que dejaba siempre abierto en la mitad, como abrazando sus largas piernas que, siempre inquietas, de otra manera hubieran molestado durante el relato, como si esa acción fuera el aviso de que las aventuras de los días previos iban a recomenzar. Finalmente, sacaba el celular del estuche que lo ataba a su cadera y lo apagaba. Le gustaba dejarse llevar durante una hora completa, como si fuera uno de los rapsodas de la Antigua Grecia que cantaba la epopeya de sus antepasados sin otros instrumentos que sus cuerdas vocales y su memoria (a falta de lira, buenos eran los sonidos de asombro, sobresalto o alegría de los chicos). Cuando su reloj anunciaba: “Son las cuatro de la tarde” y emitía cuatro quejidos, todos en la sala sabían, el reloj incluido, que el único sonido necesario (imperativo, incluso) era la profunda y ensoñadora voz de Ornella. Entonces un mundo distinto comenzaba a tomar vida con su característico “Había una vez”.
Al cabo de esa hora en que hasta las paredes parecían despegarse de sus ladrillos y viajar con los problemas en los que se metían Luis, el niño elefante, y Federica, la niña mona, Ornella se ponía de pie, encendía su teléfono, se abrigaba, tomaba su bolso y salía, siempre acompañada del brazo de una de las dos bibliotecarias que, fuera una o fuera la otra, le decía lo agradecida que estaba de su gesto tan valeroso (perdón, valioso) de acercarse hasta allí a contar esas historias tan ocurrentes. Y siempre, también, le preguntaba, fuera una o fuera la otra, si no quería que le llamaran un taxi para que viajara más segura, que esa radio en la que ella trabaja estaba en una zona un poco fea y que, en invierno, para la hora en la que ella iba a llegar allí, ya sería noche cerrada. A lo que Ornella siempre le contestaba, fuera Marta o fuera Angélica, que ella ya no era una nena y sabía cuidarse perfectamente, que sino cómo podría ser que trabajara de noche y viviera sola. A esa altura de la conversación, por fortuna o porque a veces es mejor no seguir dándole vueltas a un asunto ya resuelto, ya estaban en la parada y el colectivo se asomaba con decisión. Entonces, Ornella sacaba un manojo de tubos de la cartera, desenrollaba la tira que los mantenía unidos y los desplegaba, formando una larga vara blanca con una soguita atada en uno de los extremos. El colectivo frenaba, el chofer saludaba a su pasajera favorita de las cinco y diez y Ornella comenzaba a subir con destreza, sin ayuda. Y siempre desde ahí, desde el primer escalón cerraba la conversación hasta el otro día con un contundente: ―No te preocupes, Marta. ―o Angélica, según el día― Hace rato que no le tengo miedo a la oscuridad.
Mi nombre ya es un relato.
Ella, infaliblemente, llegaba diez minutos antes de que los chicos, ansiosos, comenzaran a bañarla en preguntas sobre cómo continuaría la historia de la que nunca perdían el hilo. Cinco minutos antes de que acabaran las corridas y los tironeos, se sentaba con su postura correctísima, sujetaba en forma ligera su largo cabello ondulado, se quitaba los anteojos de sol y los guardaba en su cartera. La que dejaba colgando en la silla junto con el abrigo. Por más de que allí dentro hiciera frío, uno nunca puede contar una buena historia si el saco le entorpece los brazos. A continuación, tomaba un gran libro que dejaba siempre abierto en la mitad, como abrazando sus largas piernas que, siempre inquietas, de otra manera hubieran molestado durante el relato, como si esa acción fuera el aviso de que las aventuras de los días previos iban a recomenzar. Finalmente, sacaba el celular del estuche que lo ataba a su cadera y lo apagaba. Le gustaba dejarse llevar durante una hora completa, como si fuera uno de los rapsodas de la Antigua Grecia que cantaba la epopeya de sus antepasados sin otros instrumentos que sus cuerdas vocales y su memoria (a falta de lira, buenos eran los sonidos de asombro, sobresalto o alegría de los chicos). Cuando su reloj anunciaba: “Son las cuatro de la tarde” y emitía cuatro quejidos, todos en la sala sabían, el reloj incluido, que el único sonido necesario (imperativo, incluso) era la profunda y ensoñadora voz de Ornella. Entonces un mundo distinto comenzaba a tomar vida con su característico “Había una vez”.
Al cabo de esa hora en que hasta las paredes parecían despegarse de sus ladrillos y viajar con los problemas en los que se metían Luis, el niño elefante, y Federica, la niña mona, Ornella se ponía de pie, encendía su teléfono, se abrigaba, tomaba su bolso y salía, siempre acompañada del brazo de una de las dos bibliotecarias que, fuera una o fuera la otra, le decía lo agradecida que estaba de su gesto tan valeroso (perdón, valioso) de acercarse hasta allí a contar esas historias tan ocurrentes. Y siempre, también, le preguntaba, fuera una o fuera la otra, si no quería que le llamaran un taxi para que viajara más segura, que esa radio en la que ella trabaja estaba en una zona un poco fea y que, en invierno, para la hora en la que ella iba a llegar allí, ya sería noche cerrada. A lo que Ornella siempre le contestaba, fuera Marta o fuera Angélica, que ella ya no era una nena y sabía cuidarse perfectamente, que sino cómo podría ser que trabajara de noche y viviera sola. A esa altura de la conversación, por fortuna o porque a veces es mejor no seguir dándole vueltas a un asunto ya resuelto, ya estaban en la parada y el colectivo se asomaba con decisión. Entonces, Ornella sacaba un manojo de tubos de la cartera, desenrollaba la tira que los mantenía unidos y los desplegaba, formando una larga vara blanca con una soguita atada en uno de los extremos. El colectivo frenaba, el chofer saludaba a su pasajera favorita de las cinco y diez y Ornella comenzaba a subir con destreza, sin ayuda. Y siempre desde ahí, desde el primer escalón cerraba la conversación hasta el otro día con un contundente: ―No te preocupes, Marta. ―o Angélica, según el día― Hace rato que no le tengo miedo a la oscuridad.
Mi nombre ya es un relato.
4 comentarios:
Quiero escuchar algun cuento de Ornella!!
Es buenísimo. Estás zarpando con tus últimos textos Jime.
Yo creo que Ornella tiene que sobrevivir a la consigna.
Ornela es un personaje que da para rato.
Además es re tierna!
q bueno escuchar sobre el niño elefante y el colectivo y su pasajera favorita..
q se repitaa! saludoss
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