A veces me pregunto para qué escribo lo que escribo, si alguien lo encontrará remotamente interesante, si no será un intento de pose en un casi completo universo cibernético de poses (es mejor dejar un huequito para algún que otro caído del catre que se muestra verdadero frente a millones de personas que usan apodos como “gavilucho”, “mimosita20”, “sailormena” o “gerontoro”).
Después, me rebota en el cerebro, eso que me remarcan mis amigas, de que incluso la no-pose es una pose. Y, al ver que esto es un asunto sin salida, busco consuelo en un chupetín de uva, que succiono como si quisiera que un golpe de azúcar me despabilara las neuronas que lloran por los rincones su falta de ingenio.
A pesar de notar el curioso parecido que tiene el sabor de uva con el de cola, el chupetín surte su efecto cuando me doy cuenta de que escribo porque me gusta y si lo comparto es porque necesito hacer una especie de catarsis con propios y extraños. Es que la terapia no alcanza (y menos va a alcanzar si la línea D está cortada y yo me entero a último momento, justo cuando tengo que llegar a la otra punta de la ciudad en veinte minutos) y, ahora que cambio canales, descubro que, en verdad, esto es mucho más real que un programa en donde encierran a dieciocho desconocidos en una casa, sin nada para hacer más que tomar sol y sacarle el cuero a los demás con menos ingenio que el guión de Frijolito.
Hasta me animaría a decir que, un reflejo más interesante de la realidad sería armar un reality show con ocho empleados de una casa de comidas, vestidos de empanadas gigantes bailarinas, abordo de una camioneta que recorre la ciudad, tratando de ganar el único ascenso disponible para pasar detrás del mostrador, con una sonrisa acalambrada, y dejar así de cagarse de calor en pleno enero en Buenos Aires. Nada más, ni nada menos.
Mi nombre ya es ficción.
Después, me rebota en el cerebro, eso que me remarcan mis amigas, de que incluso la no-pose es una pose. Y, al ver que esto es un asunto sin salida, busco consuelo en un chupetín de uva, que succiono como si quisiera que un golpe de azúcar me despabilara las neuronas que lloran por los rincones su falta de ingenio.
A pesar de notar el curioso parecido que tiene el sabor de uva con el de cola, el chupetín surte su efecto cuando me doy cuenta de que escribo porque me gusta y si lo comparto es porque necesito hacer una especie de catarsis con propios y extraños. Es que la terapia no alcanza (y menos va a alcanzar si la línea D está cortada y yo me entero a último momento, justo cuando tengo que llegar a la otra punta de la ciudad en veinte minutos) y, ahora que cambio canales, descubro que, en verdad, esto es mucho más real que un programa en donde encierran a dieciocho desconocidos en una casa, sin nada para hacer más que tomar sol y sacarle el cuero a los demás con menos ingenio que el guión de Frijolito.
Hasta me animaría a decir que, un reflejo más interesante de la realidad sería armar un reality show con ocho empleados de una casa de comidas, vestidos de empanadas gigantes bailarinas, abordo de una camioneta que recorre la ciudad, tratando de ganar el único ascenso disponible para pasar detrás del mostrador, con una sonrisa acalambrada, y dejar así de cagarse de calor en pleno enero en Buenos Aires. Nada más, ni nada menos.
Mi nombre ya es ficción.
1 comentario:
¿Para que escribo lo que escribo? que se yo!! que preguntas que se hace usted, Srita Jimena.
Es mejor tener un blog y escribir, antes que bailar empanadísticamente bajo el rayo del sol, o rascarse un huevo acostado en una reposera mientras te mira un montón de gente que está aun más al pedo que vos.
Eso, que tenés esa veta sesuda y ensayística que a mí no me sale!
Te amo!
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