Los minutos se pasan con la misma equidistancia que hay entre las líneas que surgen ante mis ojos. Una tras otra, hasta que el texto pierde sentido inevitablemente, hasta que toda la página se convierte en una sola palabra gigantesca que amenaza con desalfabetizarme. Miro. Miro. Y no puedo leer nada. Y con la vida me pasa lo mismo: ¿qué gracia tiene este devenir de tiempo si todos los días van a ser inevitablemente iguales?
Al contrario de lo que podría haber supuesto en un primer momento, la respuesta es sencilla y propia del más común de los sentidos: tengo que buscarme otro trabajo antes de que mis ganas de leer se suiciden entre las páginas de la próxima edición del Código Civil.
Mi nombre ya está harto.